martes, 17 de julio de 2007

Bailando en el Muladar


Cementerio Club Bailando en el Muladar Lamparín 2007

Que el pop rock hecho en casa viva su momento más alto de diversidad, madurez sonora y continuidad discográfica, mientras las mayores radios locales lo ignoran rotundamente en su programación, es una típica postal de peruanidad. El hecho no sorprende a nadie y en todo caso apunta a una virtud adicional: la autonomía. Las bandas y demás proyectos hace mucho que no dependen de la difusión masiva (la mezquina ceguera radial es un “estado de las cosas” en Perú) y por ende han adoptado con naturalidad la creación de espacios propios y marginales. Súmemos a esto la rancia política cultural, que aplica impuestos y trabas legales a un producto “importado” como el rock; un público masivo esencialmente imbécil en términos musicales (la gran obra de la radio peruana) y la inexistencia de los referentes mínimos para constituir una “cultura rockera”. El resultado es un panorama sombrío donde el rockero peruano sobrevive, más por peruano que por rockero, o por ambas cosas a la vez. Un lugar inhóspito y maloliente, un muladar.
Así, puesto en contexto, los nóveles escuchas podrán entender mucho más fácilmente el porqué Cementerio Club (Lima, 1997) bautizó su sexto disco oficial como “Bailando en el muladar”. Desde que la voz de José Arbulú, bajista y mitad creativa, marca el conteo previo al compás inicial, el cálido ronquido de guitarras de orgullosa ascendencia británica (por todos es conocida la anglofilia del combo) rompe con placentero rock n’ roll de raíz. “Ya no me pones” es el nombre de una canción que suena a contradicción, pues si algo logra desde el arranque este disco es excitar, entusiasmar, poner. No se trata de novedad, por supuesto, sino de clase, de un sonido afiatado, intencionalmete denso y pastoso, con la textura adecuada que refleja la madurez de músicos e ingeniero de sonido en la construcción de una identidad. La letra es un alegato de relajada insatisfacció n adolescente -cantada por unos viejonazos- virtud plausible para músicos que están a muchos kilómetros de ser unos mocosos y vital para estos menesteres. Primera confesión de parte: Arbulú, ese larguirucho y eterno chiquillo, conoce mejor que nadie en esta escena lo que es urdir canciones que por viscerales, no dejan de exhibir su amplio oficio creativo. El complemento compositivo es cuota de Pedro Solano, guitarrista y cantante que ha aprendido a hacer de sus límites vocales e instrumentales, una ventaja, eso que llaman estilo propio.
En adelante, empieza el ya conocido contrapunto. La intensidad de Arbulú frente a la sofisticación de Solano plantean un viaje constante de ida y regreso entre la sencillez, el giro melódico intrincado y cromáticos juegos vocales. “Las mañanas” es una muestra clara de ello. Capitaneada por Solano, la melodía juguetona y ligera se desliza con suavidad narcótica hasta romper en un coro que es una explosión de colores pastel. Y que esto no suene a bajos niveles de testosterona, pues rozar sin miedo la melodía dulce es virtud de buenos cantantes con huevos y voces suficientes para empreder tal empresa. Y en esos terrenos, los CC se divierten como chanchos en su lodazal (variante campestre del muladar). La combinación de voces y “moods” personales genera una dinámica ya cuajada, luego de un camino largo de ensayo y error, que en este disco se ha asentado claramente.
“No juegues con ella”, “Cara de mico”, “Please” y “Lo que tú das”, desfilan exhibiendo los aciertos ya listados, pero no es hasta “Pierdo el control” que volvemos a tener la oportunidad de degustar la variante más ruidosa de la banda. Segunda confesión de parte: se hacen extrañar aquellos asperos y oscuros paisajes de su bisoño disco debut y de “Cerca”, la aventura “más inglesa” de la banda (hasta importaron un productor Made in England para tal fin). Romper el camino almibarado en este punto es un respiro acertado que aporta al equilibrio. El siguiente respiro es cortesía de Luis “el pollo” Callirgos, baterista que, en osado paralelo, parece ser a la discografía clubera lo que Harrison (¿o más bien Starr?) era a la de los dioses de Liverpool. “Fin” es un matiz necesario, fresco, sin todo el vuelo vocal de sus compañeros, pero con la apetecible Solange Jacobs de Tonka en los coros.
“Stereoman”, mitología sónica cortesía de Pedro Solano, nos parece un punto forzado y un tanto flojo, pero muy en el estilo de su creador. Gustos aparte, suma al objetivo de hacer de la segunda mitad del disco un camino más sinuoso y retador para el oído, mientras que “Rush” (prima hermana de “Please”) es un puente útil para llegar a la soberbia “Verte madrugar”. De nuevo, Arbulú en su mejor forma, disperso, melódico y romántico. “Tan de verdad” y “Muladar”, los dos temas más testimoniales del disco, aportan la cuota de sinceridad y conmueven ante la feliz noticia de una banda que no afloja y sigue bailando encima de viejas glorias y estropicios. “Sin preguntar” es broche de oro, manjar de beatlemaniacos de impecable factura, canción para cantar y reir entre yeah yeah yeah’s y love love love’s.
Al cierre, “Bailando en el muladar” nos deja la sensación grata de estar frente a una banda con imaginario propio, con un mensaje definido, con esencia y recursos. La madurez de un combo que no se repite, sino que utiliza con plena consciencia sus sonidos de ayer y hoy para reconstruirse y mirar a un futuro siempre incierto, pero donde siempre habrá un buen lugar para bailar.
Créditos: Terra.com

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